domingo, 3 de febrero de 2008

El gato de Schrodinger



Como parece que las cosas están llegando a alguna especie de clímax, me he retirado a este lugar. Está más fresco y nada se mueve con rapidez.
Cuando venía, me encontré con una pareja que se estaba despedazando. Ella estaba hecha pedazos, pero él parecía bastante saludable, a primera vista. Mientras él me decía que no tenía hormonas de ninguna clase, ella, haciendo un esfuerzo, y apoyando la cabeza en la curva de la rodilla y saltando sobre los dedos del pie derecho, se aproximó a nosotros gritando. "¿Qué pasa si una persona intenta expresarse a sí misma?" La pierna izquierda, los brazos y el tronco, que habían quedado apilados en el suelo, se crisparon y retorcieron en señal de asentimiento.
–Hermosas piernas– señaló el marido, mirando un tobillo esbelto–. Mi mujer tiene hermosas piernas.
Ha llegado un gato, interrumpiendo mi narración. Es un gato a rayas amarillas, con el pecho y las patas blancas. Tiene largos bigotes y ojos amarillos. Jamás había advertido que los gatos tienen pelo encima de los ojos. ¿Es algo normal? No hay modo de saberlo. Como se ha dormido encima de mis rodillas, seguiré adelante. ¿A dónde?
A ninguna parte, evidentemente. Sin embargo, el impulso de narrar persiste. No vale la pena hacer muchas cosas, pero casi siempre vale la pena contarlas. En todo caso, padezco un grave caso congénito de Ethica laboris puritanica, o Enfermedad de Adán. Es curable sólo por medio de una descerebración total. Hasta me gusta soñar cuando duermo y tratar de recordar mis sueños: eso me hace asegurar de que no he desperdiciado siete u ocho horas tendido. Y aquí estoy, tendido, aquí. Dedicándome de lleno.
Bien, la pareja de la que hablaba, finalmente se despedazó. Los fragmentos de él se desperdigaron, trotando y piando como polluelos, pero ella quedó reducida a una masa de nervios; algo parecido a una fina tela metálica enmadejada.
Entonces continué, colocando cuidadosamente un pie delante del otro, apenado. Esta pena aún permanece en mí. Temo que sea parte de mí, como mis pies, mis muslos, mis ojos, que incluso sea yo mismo: parece que no tengo otro yo, nada más allá, nada que exista fuera de los límites de la pena.
Sin embargo no sé por qué me apeno: ¿por mi esposa? ¿por mi esposo? ¿por mis hijos o por mí mismo? No puedo recordarlo. La mayoría de los sueños se olvidan, por más fuerte que sea el deseo de recordar. Aunque más tarde la música da con la nota y la armonía repercute en las cuerdas de mandolina de la mente, y encontramos lágrimas en nuestros ojos. Hay una nota, que sigue sonando, que me impulsa a llorar... ¿pero por qué? No estoy seguro.
El gato amarillo, que puede haber pertenecido a la pareja que se despedazó, está soñando. Sus zarpas se crispan de tanto en tanto, y una vez hizo un pequeño comentario ahogado, a través de su boca cerrada. Me pregunto con qué sueñan los gatos y a quién le estaría hablando en aquel preciso momento. Los gatos raramente desperdician palabras. Son bestias silenciosas. Se guardan los consejos, reflexionan. Reflexionan todo el día, y sus ojos reflexionan durante la noche. Los gatos siameses sobrealimentados pueden ser tan ruidosos como perritos, y entonces la gente dice: "Hablan", pero el ruido está más lejos de la palabra que el profundo silencio del sabueso o el cachorro. Todo lo que este gato puede decir es miau, pero tal vez sus silencios me sugieran lo que he perdido, por qué siento pena. Tengo la sensación de que él lo sabe. Por eso vino aquí. Los gatos buscan el Número Uno.
Se estaba poniendo espantosamente caliente. Quiero decir, cada vez se podía tocar menos. Los fogones, por ejemplo; ahora bien, sé que es habitual que los fogones estén calientes, es su destino, existen para estar calientes. Pero empezaron a calentarse sin haber sido encendidos. Ya fueran eléctricos o de gas, allí estaban cuando uno entraba en la cocina para el desayuno, los cuatro llameantes, con el aire que estaba por encima estremeciéndose como gelatina por las ondas de calor. No servía de nada apagarlos, porque jamás habían sido encendidos. Además, los botones también estaban calientes, desagradables al tacto.
Alguna gente trató de enfriarlos con toda su fuerza. La técnica favorita era encenderlos.Algunas veces funcionaba, pero no se podía confiar. Otros investigaron el fenómeno, trataron de llegar hasta la raíz, la causa. Tal vez fueran los más atemorizados, pero el hombre siempre es más humano cuando siente temor. Actuaron con frialdad ejemplar ante los fogones calientes. Estudiaron, observaron. Eran como el tipo del Juicio Final de Miguel Ángel, que se cubre horrorizado el rostro con las manos mientras los demonios lo arrastran a los infiernos... pero sólo se tapa un ojo. El otro ojo está observando. Es todo lo que puede hacer, pero lo hace. Observa. Por cierto que uno se pregunta si el Infierno existiría si él no lo observara. No obstante, ni él ni la gente a la que me estoy refiriendo tenían tiempo suficiente para hacer algo. Y, finalmente, estaba la gente que no trataba en absoluto de hacer o pensar nada.
Sin embargo, cuando una mañana empezó a salir agua caliente de los grifos del agua fría, hasta la gente que les había echado la culpa de todo a los demócratas comenzó a sentir un desasosiego más profundo. Al poco tiempo, los tenedores, los bolígrafos y las herramientas estaban tan calientes que no se podían manejar sin guantes; y los automóviles eran realmente terribles. Abrir la puerta del coche era como abrir la puerta de un horno que funcionara al máximo. Y para entonces, las otras personas abrasaban los dedos. Un beso era como un hierro de marcar. El pelo de los niños lamía las manos como fuego.
Aquí, como he dicho, se está más fresco, y, en realidad, este animal es fresco. Un verdadero gato fresco. No es raro que sea agradable acariciar su pelo. Además, se mueve lentamente, que es toda la lentitud que razonablemente se puede esperar de un gato. No tiene esa frenética cualidad que han adquirido casi todas las criaturas... todo lo que hacían era ZAP y ya no estaban. Carecían de presencia. Supongo que los pájaros siempre han tendido a ser así, pero incluso el colibrí solía detenerse un segundo en el centro de su frenesí metabólico, y pender, derecho como un eje, por encima de las fucsias... luego desaparecía otra vez, pero uno sabía que algo había estado allí, aparte de la fugaz brillantez. Pero sucedió que hasta los petirrojos y las palomas, esos pájaros pesados e impudentes, eran fugaces; y en cuanto a las golondrinas, rompían la barrera del sonido. Se sabía de las golondrinas sólo por el curvado boom sónico que ondulaba sobre los aleros de las casa viejas al atardecer.
Los gusanos se disparaban como trenes subterráneos a través de la tierra de los jardines, entre las entrelazadas raíces de las rosas.
A los niños casi no se les podía poner la mano encima: demasiado rápidos para atraparlos, demasiado calientes para tocarlos. Crecían ante nuestros ojos.Pero esto siempre ha sido cierto.
He sido interrumpido por el gato, que se despertó y dijo miau una vez, luego saltó de mi falda y se restregó diligentemente contra mis piernas. Éste es un gato que sabe cómo conseguir que lo alimenten. En su salto hubo una ociosa fluidez, como si la gravedad lo afectara menos que a las otras criaturas. En realidad hubo algunos casos aislados, antes de que me fuera, de falta de gravedad; pero la cualidad del salto de este gato fue algo muy diferente.
Aún no he caído en un estado de confusión tal que me sienta alarmado por la gracia. Por cierto que me parece tranquilizadora. Llegó una persona mientras estaba abriendo una lata de sardinas.
Al oír golpear pensé que podría ser el cartero. Echo mucho de menos la correspondencia, de modo que me apresuré a contestar y dije:
–¿Es el cartero?
¡Sí!– replicó una voz.
Abrí la puerta. Él entró, casi empujándome. Dejó caer una enorme bolsa, se irguió, se pasó una mano por los hombros y dijo.
–¡Guau!
–¿Cómo llegaste aquí?
Él me miró con fijeza.
–¿Cómo?
Ante esto, volvieron mis pensamientos relativos al habla humana y animal, y decidí que tal vez él no fuera un hombre, sino un perro pequeño. (Los perros grandes raramente dicen sí, guau, cómo, a menos que sea apropiado hacerlo.)
–Vamos –lo insté–. Vamos, vamos, eso es, muchacho, lindo perrito.
Inmediatamente abrí una lata de cerdo para él, porque parecía medio muerto de hambre.
Comió vorazmente, atragantándose y relamiéndose. Cuando terminó dijo "¡Guau!" varias veces. Yo estaba a punto de rascarle detrás de las orejas cuando se puso rígido, con el pelo erizado, y gruñó desde el fondo de la garganta. Había visto al gato.
El gato ya lo había visto antes a él, mirándolo sin interés, y ahora estaba sentado sobre un ejemplar de El clave bien temperado, limpiándose el aceite de las sardinas que le había quedado en los bigotes.
–¡Guau!– ladró el perro, al que yo había pensado llamar Rover–. ¡Guau! ¿Sabes qué es eso? ¡
Es el gato de Schrödinger!
–No, no lo es; ya no lo es, es mi gato –dije, ofendido.
–Oh, bien, Schrödinger está muerto, claro, pero es su gato. He visto cientos de fotografías suyas. Erwin Schrödinger, el gran físico, ¡Oh, guau! ¡Pensar que lo encontraría aquí!
El gato lo miró con frialdad durante un momento y empezó a lamerse el hombro izquierdo con negligencia. En el rostro de Rover se veía una expresión casi religiosa.
–Estaba escrito –dijo, en voz baja y reverente–. Sí. Estaba escrito. No puede ser una simple coincidencia. Es demasiado improbable. Yo, con la caja, tú, con el gato; encontrarnos... aquí... ahora –me miró con los ojos brillantes de fervor y felicidad.
–¿No es maravilloso? –dijo–. Buscaré la caja y la prepararé.
Y Comenzó a abrir a tirones su enorme bolsa. Mientras el gato se lamía las patas delanteras, Rover la desempaquetó. Mientras el gato se lamía la cola y la panza, zonas a las que es difícil llegar graciosamente, Rover armó lo que había desempaquetado, un trabajo
completo. Cuando él y el gato terminaron sus operaciones simultáneamente y me miraron, me sentí impresionado. Habían concluido al unísono, al segundo. Por cierto que parecía que había algo más que casualidad en ello.
–¿Qué es eso? –pregunté, señalando una protuberancia en el exterior de la caja. No pregunté qué era la caja, porque evidentemente era una caja.
–El revólver –dijo Rover, orgulloso y excitado.
–¿El revólver?
–Para matar al gato.
–¿Para matar al gato?
–O para no matar al gato. Depende del fotón.
–¿El fotón?
–¡Sí! Es el Gedankexperiment de Schrödinger. Verás, aquí hay un pequeño emisor. A la Hora Cero, cinco segundos antes de que se cierre la tapa de la caja, emitirá un fotón. El fotón chocará contra un espejo semiazogado. La probabilidad mecánico cuántica de que el fotón pase a través del espejo es exactamente del cincuenta por ciento, ¿no es cierto? Entonces, si el fotón lo atraviesa, activará el gatillo y el revólver hará fuego. Si el fotón es desviado, no se activará el gatillo y el revólver no hará fuego. Ahora bien, tú pones el gato en la caja. El gato ya está en la caja. Cierras la tapa. Te alejas, ¿Qué sucede? –los ojos de Rover relucían.
–¿El gato siente hambre?
–El gato muere... o no muere –dijo, asiendo mi brazo, aunque no, afortunadamente, entre sus dientes–. Pero el revólver es silencioso, absolutamente silencioso. La caja es a prueba de sonido. No hay modo de saber si el gato ha recibido o no el disparo hasta levantar la tapa. ¡No hay modo! ¿No ves la importancia que esto tiene para toda la teoría cuántica?
Antes de la Hora Cero todo el sistema, tanto en el nivel cuántico como en el nuestro, es simple y agradable. Pero después de la Hora Cero todo el sistema puede representarse solamente por medio de una combinación lineal de dos ondas. No podemos predecir la conducta del fotón y, por lo tanto, una vez que se ha comportado, no podemos predecir el estado del sistema que éste ha determinado. ¡No podemos predecirlo! ¡Dios juega a los dados con el mundo! ¡De este modo se demuestra que si deseas alguna certeza, cualquier certeza, debes crearla tú mismo!
–¿Cómo?
–Abriendo la tapa de la caja, por supuesto –dijo Rover, mirándome con repentina desilusión, quizá con un dejo de sospecha, como un bautista que descubriera que ha estado hablando de asuntos de la iglesia no con otro bautista, como suponía, sino con un metodista o incluso, Dios no lo permita, con un episcopalista–. Para averiguar si el gato está muerto o no.
–¿Quieres decir –pregunté– que hasta que no abres la tapa de la caja el gato no está ni vivo ni muerto?
–¡Sí! –dijo Rover, radiante, dándome la bienvenida por mi regreso al redil–. O tal vez ambas cosas.
–¿Pero por qué el solo hecho de levantar la tapa de la caja y mirar vuelve a reducir el sistema a una probabilidad, gato vivo o gato muerto? ¿Por qué no nos incluimos en el sistema al levantar la tapa de la caja?
Hubo una pausa.
–¿Cómo? –ladró Rover con desconfianza.
–Bien, nos involucraríamos en el sistema, la superposición de las dos ondas. No hay motivo para que exista solamente en el interior de una caja abierta, ¿no es así? De modo que cuando nos acercáramos a mirar, allí estaríamos, tú y yo, ambos mirando a un gato muerto, y ambos mirando a un gato vivo. ¿Lo ves?
Una obscura nube descendió sobre los ojos y la frente de Rover. Ladró dos veces con voz ahogada y áspera, y se alejó. Con la espalda vuelta hacia mí, dijo con voz firme y triste:
–No debes complicar el asunto. Ya es bastante complicado.
–¿Estás seguro?
Asintió. Volviéndose, me suplicó:
–Escucha. Es todo lo que tenemos... la caja. La caja. Y el gato. Y están aquí. Pon el gato en la caja. ¿Lo harás? ¿Me dejarás poner el gato en la caja?
–No –dije, impresionado.
–Por favor. Por favor. Sólo por un minuto. ¡Por medio minuto! ¡Por favor, déjame poner el gato en la caja!
–¿Por qué?
–No puedo tolerar esta terrible incertidumbre –dijo, y rompió a llorar.
Durante un rato quedé indeciso. Aunque sentía pena por el pobre hijo de perra, estaba apunto de decirle suavemente que no, cuando sucedió algo curioso. El gato se acercó a la caja, husmeó a su alrededor, levantó la cola y roció un rincón, para delimitar su territorio; luego, ágilmente, con esa maravillosa fluidez, saltó al interior. Su cola amarilla rozó apenas la tapa cuando saltó, y ésta se cerró, cayendo con un clic suave y decisivo.
–El gato está en la caja– dije.
–El gato está en la caja –repitió Rover en un susurro, cayendo de rodillas–. Oh, guau. Oh, guau. Oh, guau.
Hubo un silencio, un profundo silencio. Ni un sonido. No sucedió nada. Nada sucedería. Nada sucedería nunca, mientras no levantáramos la tapa de la caja.
–Como Pandora –dije, en un débil susurro.
No podía recordar muy bien la leyenda de Pandora. Había dejado escapar de la caja todos los males y plagas, pero también había algo más. Después de liberar a todos los demonios, había quedado algo diferente, inesperado. ¿Qué había sido? ¿La esperanza? ¿Un gato muerto? No podía recordarlo.
Me invadía la impaciencia. Me volví hacia Rover. Él me devolvió la mirada con sus expresivos ojos pardos. No me pueden decir que los perros no tienen alma.
–¿Qué es exactamente lo que tratas de comprobar? –pregunté.
–Que el gato estará muerto, o no –murmuró sumisamente–. Certeza. Todo lo que quiero es una certeza. Saber con seguridad que Dios sí juega a los dados con el mundo.
Durante un rato lo miré, incrédula.
–Si lo hace o no –dije–, ¿crees que te dejará una nota en esa caja?
Fui hacia la caja y con un gesto dramático levanté la tapa de un tirón. Rover se irguió tambaleante, jadeando, para mirar. El gato no estaba allí. Rover no ladró, ni se desmayó, ni maldijo, ni lloró. Realmente, lo tomó muy bien.
–¿Dónde está el gato? –preguntó finalmente.
–¿Dónde está la caja?
–Aquí.
–¿Dónde es aquí?
–Aquí es ahora.
–Eso solíamos pensar –dije– pero en realidad deberíamos usar cajas más grandes.
El miró a su alrededor con muda perplejidad y no se acobardó, ni siquiera cuando el techo de la casa fue levantado exactamente como la tapa de una caja, dejando entrar la desmedida, desenfrenada luz de las estrellas. Sólo tuvo tiempo de suspirar un " ¡Oh, guau!".
He identificado la nota que suena y suena. La comprobé en la mandolina antes de que se fundiera el pegamento. Es la nota La, la que volvió loco a Robert Schumann. Es un tono bello, claro, mucho más claro, ahora, que son visibles las estrellas. Echaré de menos al gato.
Me pregunto si habrá descubierto qué fue lo que perdimos.




Como ando un poco ocupado con los examenes aqui os dejo un relato de Ursula K. Le Guin a mi parecer impresionante.